jueves, 22 de diciembre de 2011

Y de pronto ya no vives ahí. Es duro. No digo que sea difícil, sino duro. Algo más bien en plan “sé que tiene que ser así, no me cuesta ningún esfuerzo, no me desagrada, pero aún así no me gusta”.

No hace ni un mes que te has ido de esa casa –en realidad ya son más de dos meses- y te sientes un extraño allí. No sabes muy bien como ha pasado, pero de repente, ya no vives allí. Ya no eres de allí. Ya no perteneces a ese lugar. Esa habitación que lleva siendo amarilla desde hace más de quince años, de pronto está vacía y piensan pintarla. De rosa.

Miras las paredes desnudas, algo más sucias allí dónde había habido muebles durante tanto tiempo, gastada, y te disgusta. Prefieres tu nuevo hogar. Te gustan las cosas tal y como son ahora, y no te planteas cambiarlo por nada del mundo. Sin embargo esas paredes amarillas te provocan nostalgia, y evocan al niño que había dentro de ti. Digo había, porque sigue habiéndolo, pero ha cambiado. Ni siquiera ese renacuajo pertenece ya a esos muros.

Y ese niño te recuerda que esas paredes te vieron terminar tus primeros libros. Esas paredes fueron mudos testigos de cuando te escaqueabas de hacer los deberes y fingías estudiar mientras leías comics. Esas paredes en las que colgaste tus primeros pósters adolescentes, y que siguen aún hoy llenas de agujeros de chinchetas.

Y resulta que ya ni siquiera tienes una habitación amarilla en tu nuevo hogar.